
Hace pocas semanas, un sábado por la mañana, escuché por la radio «A vivir que son dos días», de Àngels Barceló, dentro del espacio de entrevistas que conduce el cocinero Sergi Arola. Mientras me preparaba para salir de casa con la radio encendida, como si fuera lo más normal del mundo colarme por aquella misma onda que ahora escuchaba desde el otro lado, Barceló entrevistaba a una de las pocas presidentas de un club de fútbol español, Ana Urkijo, quien declaró que andaba por la vida con antena parabólica. Me chocaron esas palabras, sobre todo porque podía reconocerme en ellas, pero curiosamente me provocaban un sentimiento excesivo, de andar con una antena invisible conectada permanentemente a los estímulos de afuera, y sólo de pensarlo me agoté. Al cabo de unos minutos, Teresa, una de las integrantes de la muy seguida tertulia sobre sentimientos del programa, contó que necesitaba un tranquilizante porque llevaba una semana sin noticias del hombre al que ama. «Pienso con temor que quizá le haya pasado algo», dijo. Y enseguida visualicé una colección de horas que no corren y a las que tan sólo les confiere sentido la espera; la necesidad de crear disculpas para suavizar ese tiempo de angustia, y agarrarse a la promesa de que un día sucede a otro, de que llegará el lunes. Al final de una conversación sobre hombres y mujeres, conquistas pendientes y glamour, Àngels preguntó si cocinaba. Le respondieron con una frase prestada: «La paradoja del jamón de york y las sardinas», que incluye la catedrática María Ángeles Durán en su lúcido ensayo «El valor del tiempo, ¿cuántas horas le faltan al día?». Según su teoría, el jamón york es un alimento típico de los nuevos pobres, porque es fácil de comprar y de comer, mientras que las sardinas deben ser bien elegidas, y huelen, manchan, tienen espinas. Barceló dijo que de aquello deducía que no cocinaba y que no le parecía bien la excusa de la falta de tiempo, mientras que Sergi Arola, fiel a sus principios, aseguró que le producía gran tristeza ver cómo los individuos nos habíamos alejado de dos funciones primordiales, comer y dormir, que cada vez hacíamos peor. Mientras me sentía algo acomplejada al no poder contar a mis amigos lo bien que me sale últimamente el soufflé, me acordé del tiempo fragmentado con antena parabólica de la presidenta del Athletic de Bilbao, y del tiempo inerte y seco de Teresa, esperando una llamada. El pasado, así como la ilusión o el dolor, es un auténtico gestor del tiempo, capaz de alterar la noción del mismo. A veces veinticuatro horas parecen interminables y otras se desvanecen en un suspiro. Después de tres años estudiando sobre el tema, María Ángeles Durán demuestra cómo el tiempo es un factor económico de primer orden e invita a ponerle precio a hacer una paella o a ordenar los cajones de los calcetines. «Expropiados del tiempo, uníos», dice la profesora que podría ser una frase enérgica si su libro fuera un manifiesto.