lunes, julio 21, 2008

Locura transitoria


Los vi hace seis meses en una revista y algo en mi interior clamó: «Los quiero». Eran unos manolos, altos, nada prácticos, incómodos, imposibles. Seguí su rastro hasta una tienda de Barcelona. Cada día pasaba por delante para verlos y podía oír cómo me llamaban desde el escaparate. Aun así era capaz de resistir la tentación de poseerlos porque su absurdo precio me echaba para atrás: ¿Cómo es posible que unos zapatos cuesten el sueldo con el que podría mantenerme durante una temporadita? Bueno, es posible, pero sobre todo es feo, en especial cuando hay tantas familias que ni en sus previsiones más optimistas lograrían sumar esa cifra a principios de mes. Así que tomé la decisión de no comprarlos, sintiéndome vagamente heroica por eso.
Hay algo completamente malsano en gastarse un montón de dinero en algo que destroza los pies. Mi armario está lleno de zapatos con la suela impecable pues, por uno u otro motivo, jamás me los pongo: sandalias que me dejaron unas secuelas dolorosísimas; zapatos que me hicieron unas ampollas en las plantas que tardaron semanas en curarse... Cada vez que miro la estantería del calzado, me tiraría de los pelos por todos esos euros invertidos en esta ridícula e inútil vanidad. No alcanzo a entender qué me pasó por la cabeza cada vez que adquirí un par de instrumentos de tortura que ni siquiera estreno. ¿Estaría abducida? ¿Sufro un trastorno de personalidad que solo se manifiesta cuando entro en una zapatería? ¿Me echan algo en la comida?

Pero he aprendido la lección; nada de eso volverá a pasarme. A partir de ahora, solo zapatos cómodos, para andar millas. Se acabó el invertir en taconazos que terminarán criando polvo o –en el mejor de los casos– en los pies de una amiga a la que no le importe sufrir.

Últimas rebajas. Los zapatos de mis sueños están a mitad de precio. Pero voy a ser fuerte; unos simples trozos de cuero no podrán con mi voluntad. Pasaré de largo. Veo a una chica con gafas y pinta de alelada entrar en la tienda y preguntar por el número de mis zapatos. Es el cuarenta. La observo mientras se los prueba con las manos temblorosas. Camina torpemente con ellos.

¿Quién será esa mujer que saca sin pestañear la VISA y se lleva unos zapatos que no se va a poner nunca? Si no fuera porque he decidido que jamás voy a comprarme un calzado bello pero incómodo, diría que soy yo o que, por lo menos, se parece muchísimo a mí.

martes, julio 15, 2008

Momento "Nina Simone"



"Un fundido en negro se cierne milimétrico, elegante y sugerente sobre una Céline que baila una canción de Nina Simone ante un Jesse que, al fin, se descompone en moléculas".

Lo que podríamos llamar mini o micro decepciones son transcendentes, de hecho nada tienen que ver con los socavones de la vida, ni tan siquiera con sus costuras torcidas. No arrastran el desierto que viene después del dolor, o los desmayos del alma enferma ante la pérdida. A menudo, incluso nos sentimos privilegiados al adivinar que lo que hace que el día se nos atraviese es una auténtica menudencia, pero, aun así, es capaz de merodear alrededor de la almohada y estampar su firma en la esquina. Estas decepciones guardan relación con el relato personal que cada ser humano escribe mentalmente al compás de sus días. A pesar de que lo hayamos moldeado a golpes de crisis y raciones de aprendizaje, alterando alguno de los capítulos que en otro tiempo nos parecían intocables, nuestro relato no está inmunizado ante la decepción. A veces se veía venir, dices, y otras te asalta por sorpresa, cambiando bruscamente los renglones y moviendo las palabras sin punto y aparte; ahí donde había cercanía escribes falsedad, donde leías cariño, ahora figura rechazo. Se trata de microdecepciones pasajeras, por lo que sus garras no tienen categoría de envite, pero resultan descorteses e incluso miserables. En ellas puede cobijarse la ignorancia o la falta de reconocimiento, el ninguneo o la envidia que esperaba impaciente el momento para su puesta de largo. Pero tal vez lo más intolerable de las microdecepciones sea su falta de elegancia; su espesura contrapuesta a lo noble, lo transparente.

Como si todo tuviera un precio. A veces, las relaciones de trabajo se camuflan (por interés) bajo falsas muestras de amistad mientras algunas relaciones amorosas se confunden con historias imaginarias que nunca serán tal y como se habían soñado. Lo bueno es que en ocasiones son mucho mejores. Ésas son las verdaderas conquistas, aunque para lograrlas hay que vivir a cara descubierta, sin reprimirle al corazón sus discursos temerarios. Dice Eduard Punset que la capacidad de amar, en las personas dichosas, es superior a su miedo. Para ejercer la curiosidad o sentir un golpe de emoción es necesario abandonar estrategias y cálculos. A menudo nos aconsejamos unos a otros precaución en las relaciones humanas, medir la entrega, aprender de las decepciones. Nunca he creído que la experiencia sea garantía de nada, pero como mínimo te enseña que en muchas ocasiones tus problemas, en realidad, son los problemas de otros. No sé si la felicidad es una sala de espera, la planificación del viaje en lugar del propio viaje, como dice Punset. En todo caso, continúa siendo un auténtico milagro que a un día le suceda otro, el primer café, la promesa de una nueva página en blanco.

¿Se decepcionará Céline si realmente Jesse deja escapar su avión? yo creo que esto merece una tercera parte denominada "Antes del anochecer"...

lunes, julio 07, 2008

Silencios


«¿Me quieres?», «Sí, y es para siempre». Este asomo de diálogo al estilo de Woody Allen representa uno de los mitos de la relación entre hombres y mujeres: la dificultad de comunicarse. Los silencios masculinos han sido mitificados por la psicología y la vida cotidiana, contrapuestos a un universo femenino parlanchín que despliega su incontinencia verbal como síntoma de algo, tal vez de un urgente deseo de proyectarse a través de la palabra. A veces coincido en tertulias con personas de verbo arrollador y gran facilidad para enhebrar palabras –no siempre ideas– que sin duda proceden de su aparente seguridad. Apenas dudan antes de lanzar una sentencia, y aunque las más hábiles reconocen que pueden hacer demagogia, les atrae el juego de provocar y sentenciar demostrando su poder mediático. Una psicóloga me convenció de que esas personas no actúan así gracias a su autoestima; quienes tienen una alta percepción de sí mismos, me dijo, no suelen exhibirse, andan por la vida sin hacer ruido. Llamar la atención, mostrarse hipercomunicativo e ingenioso no es un factor de por sí ejemplar; a veces esconde carencias e infortunios personales. La neurología atribuye a las mujeres un mayor desarrollo del hemisferio izquierdo –dotado para el lenguaje, entre otras cosas– y a los hombres del derecho –sentido de la orientación, matemáticas, etc.– No obstante, la ciencia escapa al inmovilismo, dispuesta a revisar mitos. Recientemente, en la Universidad de Arizona, se comprobó que hombres y mujeres utilizamos el mismo número de palabras al día, y en un estudio publicado en «Science» se certifi - có que las mujeres también están dotadas para las matemáticas. La palabra está contenida en un cuerpo mientras que la intimidad cabalga entre el sentimiento, la percepción y las turbulencias de la mente, pero necesita palabras para ser articulado. Las mujeres nos quejamos de que los hombres hablan poco, sobre todo cuando ese silencio se convierte en un obstáculo para comunicarse, pero en los parques aún escuchamos: «Los niños no lloran, no seas como una niña». En esa castración emocional nadie se queda al margen. Hablar por hablar es catártico, muchas veces entretiene y divierte. Pero la incomunicación no se ancla tan sólo en la falta de palabras ni es exclusivamente masculina. Se trata de la dificultad de meterse en la piel del otro y, en cambio, querer estar en su cabeza. De querer predecir lo que piensa y siente, resolver sus silencios con nuestros pensamientos, poner por delante nuestras audaces pesquisas para resolver dudas en lugar de hacer una pregunta, aunque la respuesta no sea la que querríamos escuchar. Como decía Steinbeck: «Lo mejor es lo más simple, pero para ser simple hay que pensar mucho». Era hombre de pocas palabras, pero había algo que conmovía. Emergían las alas de un mundo interior, y conectaban con la propia dificultad de explicarnos.

jueves, junio 12, 2008

Abrázame mucho


Hace tiempo vi una película había un personaje interpretado por el incombustible Seymour Cassel que iba pidiendo abrazos a todo el mundo para no recibir mas que chascos y desplantes. Al final , en uno de esos momentos que sólo el cine y algunos privilegiados momentos en la vida nos conceden , el único personaje al que no se lo había pedido, es el que termina abrazándole. Me gusta recordar ese abrazo de Lili Taylor como un abrazo perfecto de una película imperfecta, qué caray, pero sincera hasta decir basta.
Hay abrazos de película que me fascinan, abrazos que huelen a sal y a lápiz de labios corrido, como el de Deborah Kerr y Burt Lancaster a la orilla de la playa en “De aquí a la etrnidad” o el último abrazo de John Malkovich a Michelle Pfeiffer en “Las relaciones poeligrosas” antes de decirle que va a dejarla para siempre o los abrazos desesperados de los amantes de “Happy together”. También me gustan los no abrazos, cuando desde la butaca de un cine deseas tanto que los personajes se pierdan uno en los brazos del otro, que te duelen los hombros y hasta la mandíbula, pero ellos, que saben de la fuera de las cosas que no se hacen, se mantienen a distancia aunque algo en el aire apunte que la distancia que les separa está ardiendo.







Hay abrazos falsamente emotivos, de esos que te hacen crujir las costillas, son abrazos donde hay alguien (el que te hace crujir) que irremediablemente sobreactúa. A veces uno, aunque sea un experto en abrazos, puede confundir las cosas y creer que es un abrazo de verdad, pero se equivoca : el abrazador utiliza la fuerza del abrazo para confundir al abrazado , es una llave de jiujitsu camuflada. Desconfiad siempre de los abrazos que da un abrigo marrón o verde loden o acolchado. Desconfiad de los abrazos de los entrenadores de fútbol o de los subsecretarios. Desconfiad de los que os dicen “Ven a mis brazos”.
Hay abrazos absurdos , como cuando uno se encuentra por la calle con alguien de quien no recuerda el nombre y se ve envuelto en un océano de brazos y golpes de espalda bienintencionados, pero que no llevan sino a una incómoda perplejidad, y cuando él o ella, los que os han abrazado, doblan la esquina, la piel empieza a ponerse morada de nostalgia, como si ese simulacro de abrazo os hiciera echar de menos algo que no se sabe muy bien qué es pero duele.
Hoy las calles se llenan de gente que reclama abrazos para no sé que competición o récord o quiniela, me recuerdan a esa vieja tía con verruga peluda que siempre cuando
éramos pequeños os pedía un beso y hasta un abrazo.
Hay otros abrazos que son raros, un entrechocar torpe de huesos, como el primer abrazo de Jack y la novia cadáver. A los tímidos les cuesta abrazar, pero como la española de la copla, cuando abrazan, abrazan de verdad y no importa el crujir de huesos ni la torpeza , ni las gafas que se tuercen por el camino, ni las narices que tropiezan porque los abrazos no son como los besos pero casi.

jueves, mayo 15, 2008

La eterna búsqueda de la felicidad


La mayoría de los muchos libros que, según ellos, nos ayudan a encontrar la felicidad hacen siempre una alusión admirativa y también agradecida a Thomas Jefferson, él fue el responsable de que en la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos se incluyeran como derechos inalienables del ser humano “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Magnífica frase, sin duda, que debería ser la base de toda sociedad moderna; pero su última parte –“la búsqueda de la felicidad”– ha creado un malentendido que, a mi modo de ver, resulta negativo. Primero me gustaría decir que la búsqueda de la felicidad es un problema que preocupa sólo a sociedades que ya de por sí son bastante felices. Como es lógico, para quienes están penando por dar de comer a sus hijos o por evitar ser víctimas de la injusticia, de la enfermedad o de la muerte su meta es sobrevivir y no tienen tiempo de pensar en otra cosa. Para ellos por tanto la felicidad no es un fin sino una consecuencia que se deriva de lo que les ocurre. En otras palabras, son felices porque ese día han logrado un pedazo de pan que llevarse a la boca o porque han evitado a sus hijos un gran peligro. En las sociedades ricas, en cambio, la felicidad es un fin. La mayoría de nosotros, cuando nos preguntan qué es lo que más deseamos en esta vida respondemos que ser felices. Y ser feliz en el mundo opulento está casi siempre relacionado con lo que tenemos y, más aún, con lo que tienen los demás. Antes, la comparación (casi siempre desfavorable) con lo que tenía el prójimo no era demasiado aplastante. Porque hasta hace poco, nosotros nos medíamos con nuestros pares y con las personas de nuestro entorno. Así, podíamos pensar, por ejemplo, que éramos más o menos guapos / ricos / inteligentes que el vecino del quinto o que el farmacéutico de la esquina o que nuestro cuñado Pepe. En cambio ahora, en la era de la información, no nos medimos con nuestros pares, tampoco con nuestros allegados. Nos medimos con lo que vemos en la tele y en el cine. Nos comparamos por tanto no con la vecina del quinto sino con Angelina Jolie; no con el farmacéutico de la esquina sino con Bill Gates y no con nuestro cuñado Pepe sino con Philip Roth. Tal vez les parezca que exagero, pero les aseguro que no demasiado. Es posible que conscientemente nadie se mida con estos modelos inalcanzables, pero están ahí y esa sola circunstancia crea un nivel de exigencia personal y también de deseo que no es el que tenían nuestros abuelos. Por todo esto, a mi modo de ver, el hecho de que los librillos de autoayuda que tanto infestan nuestras vidas digan, parafraseando a Jefferson, que la felicidad es un derecho, no hacen más que añadir leña a la hoguera de nuestra insatisfacción. Consciente o inconscientemente lo que esas publicaciones intentan hacernos creer es que la felicidad nos es debida, que la merecemos y que, en una sociedad abierta, está al alcance de todos. Para empezar, el primer error reside en una falsa interpretación de la frase de Jefferson. Él nunca dijo que tuviéramos derecho a la felicidad sino a su búsqueda, lo que implica no una actitud pasiva, sino una muy activa. Por eso, que nadie espere que la felicidad le venga de fuera como un don divino; hay que currársela, como todo en esta vida. Después, está el asunto de las comparaciones. Otra de las falacias de la sociedad moderna es la de hacernos creer que podemos llegar a ser Alguien con mayúsculas. No, ni vamos a ser Angelina Jolie, ni Bill Gates ni Philip Roth; de modo que no vale la pena perder ni un momento de felicidad en eso. Y por fin está el tema más peliagudo de todos: el de que la felicidad está no en contar lo que uno no tiene, como hacemos todos en esta sociedad ricachona y caprichosa en la que vivimos, sino en contar precisamente lo que sí tenemos. Porque esa es la gran paradoja del ser humano: cuánto más tiene más echa en falta aquello de lo que carece, y cuantas más carencias más aprecia lo que tiene. Pequeñas compensaciones que hacen pensar que no todo es tan injusto en esta vida…

miércoles, marzo 05, 2008

Cuando ya no importa


Acabo de vivir una de esas historias que nunca se olvidan, que no te dejan indiferente y que no todos debiéramos recomendarnos a nosotros mismos ni a nuestros seres queridos, pero me ha ayudado a entender el misterio de la vida. La vida absurda, la vida breve, la vida aparcada en la roulotte de los sueños.

Morir y despertar son la misma cosa.

La bondad no está de moda. Parece un tema anticuado, todo aquello que sientes cuando haces algo por alguien cuando lo necesita, o simplemente para que se sienta mejor y tu no esperas nada a cambio. En la vida o en los sueños, (ya no sé si estoy despierta o dormida), además, no suele funcionar. Sin embargo, hay momentos de la vida que son realmente difíciles donde piensas en lo peor y es entonces que con esta virtud que transmite la gente que te quiere hace que llegues a salir confortada con la bondad del ser humano. Piensas en lo felices que puedes hacer a los demás. Y no es Dalai Lama, ni si se te apareció la Virgen, sino ser una mujer que puede hundir sus pies descalzos en la hierba bañada por la lluvia y respirar hondo en ese momento animal y todos los momentos que te restan...

Como en la película de Isabel Coixet “Mi vida sin mi”, todos nos hemos atrevido alguna vez a imaginarlo, sobre todo en la niñez, a pensar como seguirá todo por ahí rodando sin estar nosotros para contarlo. Lo que no suponía es que se puede hacer de otro modo. Viéndolo a través de una rutina donde llueve, donde no deja de sonar el teléfono, donde tus hijos te reclaman, escuchando una canción de amor encerrada en el coche y tomándote la última ración de tarta de queso que queda en el último bar abierto en el mundo una desapacible noche de invierno...

Cada uno hará su reflexión sobre esta lección de vida, para mí casi el más magnífico testamento a dejar en vida. Alguien me contó una vez qué sería de nosotros si nos quedara tan poco tiempo para ser felices hace tres semanas me dijeron que tenía un cáncer, he vivido una verdadera pesadilla, la peor de mi vida, pero he aprendido muchas cosas, los médicos son los más felices de la especie humana: los éxitos que puedan tener son proclamados por el mundo mientras que sus errores los cubre la tierra”.

Gracias, gracias y mil gracias, por vuestro apoyo, por vuestros ánimos, por ese positivismo, esas ganas de seguir arrancándome una sonrisa y sobretodo por… esa bondad.