
En los años sesenta y con la mejor voluntad, como suelen ocurrir esas cosas, llegó la moda unisex. Los vendedores se echaron las manos a la cabeza mientras algunas parejas llevaban a la práctica esa pesadilla de vestirse igual. A las niñas bebés se las cubría con faldones azules, aunque se les agujereaban las orejas para que no las confundieran con un varón. Contradicciones modernas. Y las mujeres empezaron a vestir pantalones de peto, parcas con capucha y, cómo no, unos tejanos. Muchas respiraron aliviadas, por fin podían quitarse aquel disfraz de falditas de vuelo y zapatos pimpollo y no tenían que silenciar ese complejo freudiano causado por la envidia del falo, atándose una corbata al cuello. El mercado, políticamente correcto, intentaba equiparar ambos sexos tratándolos como un solo ser, más allá de las diferencias que llevábamos arrastrando más de tres mil años. Tan sólo había un pequeño problema: los hombres jamás se pusieron una falda ni unos zapatos de tacón, mientras nosotros debíamos borrar el fucsia de nuestro armario. El boom del unisex tuvo ciertas ventajas para el aún entonces llamado sexo débil, como el hecho de normalizar el uso de pantalones, botas y jerséis, además de la eterna camiseta blanca, que hasta hacía poco había sido una prenda interior masculina. Lo unisex era básicamente ropa de hombre que se podía adaptar a la mujer, en un arrebato filosófico en el que el feminismo parecía declarar la guerra a la feminidad.
Aquello que pareció nacer con aires de conquista y de progreso, fue un auténtico blue. Las mujeres perseguían desesperadas una falda rosa y deseaban abandonar aquel aire de Tom Sawyer o de motorista. Hasta que el mercado se dio cuenta de que no somos intercambiables. Que disponer de nosotras mismas, decidir sobre nuestro cuerpo y tener el derecho y la oportunidad de desarrollarnos como un hombre no impedía que rubricáramos nuestra propia estética y nuestras formas de seducción. En la ‘tercera mujer', Gilles Lipovetsky abogaba por un feminismo menos colectivo, como si no dependiera de lo político la erradicación de las diferencias salariales que persisten en todo el mundo, y se permitía afirmar que ‘la mayor parte de las mujeres desean ser cortejadas, deseadas...y esto explica que la tradición se perpetúe'. Puede que tuviera razón. La independencia nada tiene que ver con la altura de unos tacones ni el carmín encendido. No significa renegar de los atributos asociados a nuestro sexo; partir de cero anulando aquellos signos que confeccionaron en nuestro imaginario. Los complejos ante lo femenino, afortunadamente, han ido disipándose aunque cada dos por tres, cuando una mujer que ejerce una representación pública cuida su indumentaria, véase Cristina Kirchner, es tachada de frívola. El mercado, ávido por demostrar que la sociedad evoluciona, ha puesto en marcha un proceso de ‘regendering', adaptando los productos a los gustos particulares de cada sexo. Desde la tecnología hasta la alimentación, las cartas de los restaurantes o el interiorismo de las casas, el sello femenino y el sello masculino quedan fijados con carácter. Eso sí, nunca como ahora se habían sentido tan libres ambos sexos para elegir el rosa o el azul.