domingo, julio 29, 2007

Del metro al ubersexual


Acabo de enterarme de que el hombre metrosexual ha muerto. Que alivio, que alegría; la verdad es que odiaba ese tipo. Antes a los hombres blandurrios los llamábamos con nombres ahora prohibidos por la corrección política, pero afortunadamente aún sobreviven algunas buenas palabras para describirlos sin problemas como pisaverdes, petimetres o figurines.
Dos largos años hemos convivido con este “role model” y me pregunto si a alguna mujer llegó a gustarle sinceramente que su novio se depilara tanto como ella o que le birlase la antiarrugas con aloe vera. A mí, afortunadamente, no me ha sucedido ni una cosa ni otra, y dudo mucho que mi enamoramiento hubiera logrado superar tan dura prueba. Lo que quiero decir es que en este mundo tontorrón en el que vivimos acabamos dando por buenas una cantidad de bobadas que ni siquiera nos gustan.
Afortunadamente, el ser humano tiene casi tanta capacidad de corregir imbecilidades como de crearlas, de modo que aquí estamos dando la bienvenida a la nueva moda en lo que a hombres se refiere: el ya conocido ubersexual. Este nuevo término, creado por unas ejecutivas de J. Walter Thompson, la empresa de publicidad más grande de los EE.UU., dicho sea de paso, viene a definir al hombre de toda la vida: el fuerte, el decidido, el protector. Vaya, por Dios, ya son ganas de ponerle nombres raros a lo evidente. No hace falta ser publicista (ni científico, ni historiador) para saber que, desde que el mundo es mundo, este es el tipo de hombre que más gusta a las mujeres. La antropóloga Helen Fisher, en su libro Por qué amamos, dice incluso que nosotras nos sentimos atraídas por dos clases de hombres fuertes, dependiendo de la parte del ciclo menstrual en que nos encontremos. En los días fértiles, por ejemplo, nos gustan más los hombres guapos, jóvenes, aventureros y en los no fértiles nos atrae el protector, el más sólido. Esta conducta responde a un claro mandato biológico. Para el apareamiento se busca la pareja que pueda procurar la prole más sana y en cambio para nuestro bienestar buscamos al mejor compañero.
Por eso creo que el ubersexual que nos quieren endorsar las chicas de J. Walter Thompson va a tener mucho más éxito que su antecesor. Al metrosexual de marras nos lo vendieron con la etiqueta de que era “un hombre sensible”. Por lo visto, lo de la sensibilidad introducía un factor interesante y novedoso sobre el imaginario masculino. De igual modo a este nuevo tipo de hombre nos lo quieren vender no como la replica de King Kong sino con la vitola de fuerte pero a la vez capaz de esas emociones que antes se consideraban femeninas. “El ubersexual es seguro, masculino, recio pero sabe también emocionarse con la buena música y llorar con una gran película”. Así describen a este nuevo prototipo de hombre. Bueno, pues en lo que a mí respecta, va a ser que no. Nunca me han gustado los hombres llorones. De hecho, las lágrimas que se derraman en público nunca me han parecido una muestra de sensibilidad. Todos lloramos, naturalmente, y los hombres no son una excepción a la regla como se nos ha hecho creer hasta ahora. Llorar es además muy bueno para el organismo y seguramente un medico nos daría varias razones para animarnos a hacerlo. Pero una cosa son lágrimas y otra su exhibición y a mi modo de ver su exhibición no denota sensibilidad, sino puro teatro. De hecho, si hacemos caso de la historia, los hombres que más alarde han hecho de sus lágrimas no han sido precisamente un dechado de sensibilidad, sino todo lo contrario y para corroborarlo he ahí el caso de dos famosos llorones: el emperador Nerón y el bueno de Al Capone. Dicho esto, y por lo que a mí respecta, bienvenido el ubersexual si es, en efecto, tan fuerte y a la vez tan sensible como dicen sus inventoras. Pero por favor, que la sensibilidad la demuestre de otra manera más atinada que llorando en el cine. Que no, que si un tío se me pone a llorar en medio de la escena en la que Bambi pierde a su mama, lo que me da es un yuyu, y una mala espina tremenda, vamos.

domingo, julio 22, 2007

Dar la vuelta a la pisada


Empezaré diciendo que para mí la fuerza de los conjuros no radica en nada mágico ni sobrenatural sino en todo lo contrario, es decir en algo perfectamente natural. A ver si sé explicarme. En mi opinión, desde tiempos muy remotos, a través de la magia el hombre ha realizado acciones propias de la voluntad que, posiblemente, sería incapaz de poner en marcha de otro modo. Lo que quiero decir es que todos tenemos la capacidad de lograr metas consideradas imposibles como, por ejemplo, curarnos de una enfermedad mortal o alcanzar objetivos que normalmente exceden la capacidad humana. Un creyente llamaría a esto la fe que mueve montañas. Yo, pienso, sin embargo, que no se trata de una intervención divina directa sino que nosotros mismos, invocando una fuerza superior, a veces logramos poner en marcha ciertos resortes con los que nos ha dotado la Providencia pero que, por las razones que sean, hemos olvidado cómo se activan. Espero no estar metiéndome en un berenjenal metafísico innecesariamente intrincado para explicar los mecanismos de la voluntad. Mi intención no es hablar de logros extraordinarios –en los que desde luego creo- sino de logros más lúdicos, digamos. Estamos a comienzos de las vacaciones y, como todo el mundo hace buenos propósitos, me gustaría proponeros algún conjuro que al menos a mí me ha funcionado. Los conjuros, como los ritos, no son otra cosa que símbolos. Cuando escenificamos un ritual o realizamos un conjuro, ya sea atarse un lacito rojo para conseguir novio o ponerle perejil a san Pancracio, lo que hacemos en realidad es colocar en algún lugar muy visible una señal de que deseamos algo. Y esa señal, unida a la convicción de que san Pancracio o quien quiera que sea el patrono de los lacitos rojos nos van a ayudar, es lo que hace que, inconscientemente, “trabajemos” para lograr ese objetivo. Por tanto, no son san Pancracio, ni Cupido, ni Mandinga, ni el lucero del alba quienes nos conceden nuestro deseo sino nuestra propia voluntad puesta en marcha por tan peregrino mecanismo.
Aclarado este punto, me permito confiaros un conjuro que existe en Uruguay y que sirve para cambiar de vida. Supongamos que hemos tenido un desastroso invierno y nos gustaría inaugurar una nueva racha más próspera. Bien, para marcar en el subconsciente ese deseo de cambio, lo que se hace es que “le dan la vuelta a la pisada”. Desconozco el origen del ritual, pero como ha de realizarse en el campo, imagino que algo tendrá que ver con creencias de los gauchos.
Para llevarlo a cabo, lo único que hay que hacer es marcar la huella del pie derecho en barro húmedo y a continuación con una palita o utensilio similar levantar un cepellón de tierra con la huella y volverlo a colocar pero mirando hacia el lado opuesto al que miraba antes. Como veis, la simbología es muy clara, pues se trata de cambiar la dirección de nuestros pasos. Si queréis adornar un poco el ritual (la escenificación siempre ayuda) os diré que es aconsejable hacerlo de noche y, a ser posible, a la luz de la luna. Mientras se realiza, tampoco hay que olvidar repetir mentalmente el deseo confiando en que se cumplirá, con toda la fe posible.
Si ponéis en marcha mi conjuro gaucho y os resulta, por favor decírmelo, porque me encanta compartir con vosotros estos pequeños secretos.

lunes, julio 16, 2007

Pep, sempre estaràs entre nosaltres


Avui i sempre recordaré intacte el teu somriure.

lunes, julio 09, 2007

Los pinchaglobos


No sé si alguno de vosotros tiene entre sus recuerdos infantiles el siguiente: Tres o cuatro años de edad. Papá o mamá nos han comprado un maravilloso globo de esos que flotan en el aire. Allá vamos felices con él atado a la muñeca cuando, de pronto, de la nada sale un ser desagradable y sádico que ¡plaff! nos pincha el globo. Luego, se queda mirándonos, brazos en jarra y con una enorme sonrisa de satisfacción. Podría pensarse que esto sólo es un inocente “entretenimiento” infantil, pero no es así. Pasan los años, y los pinchaglobos de este mundo lo único que hacen es sofisticar un poco su comportamiento pero básicamente siguen actuando igual. Existen en realidad varios tipos y yo los tengo muy catalogados. Empecemos por los más inofensivos. Está por ejemplo el pinchador de globos operario (mecánico de coches, fontanero, electricista o reparador de lo que sea) que aun antes de echar un vistazo a la avería va y dice: “Uy, qué chungo, seguro que no tiene arreglo, y si lo tiene le va a costar una pasta”. Otro famoso PG es ese que, cuando uno le comenta algo bueno que le ha pasado, dice: “¿Que te has comprado una casa nueva? Uy, qué chungo, pues me han dicho que toda esa zona la van a expropiar para hacer una autopista”. Y luego está el pinchador de globos amorosos: “Vaya, vaya ¿así que sales con Juan? Uy qué chungo, ¿no sabes lo que dicen de él por ahí? Si yo te contara…”. Existen además los PG meteorológicos, aquellos que cuando uno dice que va a organizar una fiesta o una boda están encantados de recordarnos que el parte ha anunciado granizo. Y los PG médicos, que nos advierten que ese dolorcito que tenemos es el mismo que tuvo su tía Enriqueta justo ante de estirar la pata. Y los ………… (rellena los puntos suspensivos con todos esos otros pinchaglobos que conoces).
En principio, lo primero que uno piensa es que este afán tan desagradable está motivado por el viejo deporte nacional de la envidia. Y es verdad, pero no sólo se trata de eso. Existen personas a las que, simplemente, les encanta aguarle la fiesta al prójimo. Tal vez porque así logran protagonismo, por unos minutos son el centro de la conversación o de la reunión. A falta de otra forma más importante o destacada de brillar en la vida, ellos eligen ser agoreros de la fatalidad. Es el mismo afán que mueve a los maldicientes, esos que, con tal de disfrutar por un minuto de la mezquina gloria de contar con la atención de todos, son capaces de calumniar a su mejor amigo o de traicionar una confidencia. Es muy curioso este fenómeno de la búsqueda de protagonismo de cualquier signo, porque con tal de alcanzarlo, a muchos no les importa quedar como seres desagradables o envidiosos. Yo tengo la impresión de que ni unos ni otros se dan cuenta de lo evidente de su actitud. Creo, por ejemplo, que esos pinchaglobos que utilizan un método tan ingenuo para intentar fastidiar al prójimo son tan poco inteligentes que llegan a convencerse de que nos están haciendo un favor cuando alertan de que va a diluviar en nuestra boda o de que el dolorcito de la tía Enriqueta era un síntoma mortal; se trata, por así decirlo, de la maldad de los tontos. Y digo que es la maldad de los tontos porque ellos ignoran que los listos malos nunca pinchan globos. Al contrario, los inteligentes se dedican a inflarlos, no a pincharlos. No en vano saben que el camino más directo al corazón del prójimo es ganar su confianza, es alabar la belleza de su globo. ¿Qué encuentras todo esto infantil y anecdótico? ¿Que en la vida hay problemas más serios que el de los pinchaglobos? Sin duda; pero la maldad gratuita, que es con la que lamentablemente tenemos que luchar más a menudo, nunca es del todo infantil ni anecdótica. Por eso pienso que es bueno hablar de ella para que la próxima vez que quieras fastidiarle con un recurso tan obtuso, sonríe, suspira y di:
Vaya por Dios, ¿qué trauma o problema tendrá este tontaina que busca ahora pinchar mi lindo globito?

lunes, julio 02, 2007

Amores imposibles


No sé si a vosotros os pasa, pero yo desconfío de las películas que vienen acompañadas de mucho clamor mediático. Cuanto más se habla de un fenómeno de masas, menos ganas tengo yo de sumarme al entusiasmo de esa masa; aún así, debo decir que esta semana he roto mi vieja costumbre, y me alegro, porque he visto una película y, contra todo pronóstico, me ha parecido una gran película.
A priori, la idea de ver los amores de dos vaqueros no me parecía en mi onda y no porque se tratara de un amor homosexual, sino por la necesidad de identificarse al menos un poco con el conflicto que se narra, y nada más lejos de mí que dos hombres Marlboro amándose en las montañas del Oeste norteamericano. Fue, imagino, debido al tema de la identificación, por lo que mis dos acompañantes acabaron diciendo que la película no les había gustado nada mientras que a mí, en cambio, me pareció espléndida. Y es que, aparte del morbo y la novedad que supone un amor de esas características, lo cierto es que Brokeback Mountain es una historia amorosa con todos los componentes clásicos del género, o, para decirlo en términos literarios, una historia “canónica”. Una historia de amor que cumpla los preceptos, es decir el canon, tendrá siempre los mismos elementos: dos que se aman serán separados por algún impedimento.
A menudo los amantes pertenecen a clases sociales diferentes y otras veces, como en el caso de Romeo y Julieta, a familias rivales. Ese impedimento provocará la ruptura de la relación y, después, uno de los amantes o tal vez ambos se emparejarán con otra persona. Se produce por tanto un distanciamiento, y luego, tras diversas peripecias, el desenlace. Dentro del canon y como todos sabemos, existen dos soluciones posibles: el final feliz y el otro, el desdichado, que tantas páginas sublimes ha dado a la historia de la literatura y también al cine, desde Tristán e Isolda hasta Casablanca. Nada hay tan eficaz desde el punto de vista narrativo como una buena historia de amor imposible pero lo cierto es que últimamente, tras la generalización del divorcio, parecía muy difícil continuar con el género. Cuando el matrimonio era para siempre, el hecho de que uno de los amantes fuera obligado a casarse con un tercero creaba una tensión dramática muy atractiva y el lector sabía que la única manera de romperla era la muerte. Hoy uno se puede casar y descasar todas las veces que quiera, y por tanto se acabaron los amores imposibles. Los guionistas de telenovela, que son quienes más y mejor han explotado el tema del amor contrariado, en la actualidad se las ven y se las desean para hacer creíble ese elemento fundamental de las historias amorosas. Esa es la razón por la que muchas de ellas se desarrollan en ambientes anticuados o antiguos. Sin embargo Brokeback Mountain demuestra que existe una nueva variable del género, un nuevo tipo de amor imposible, el amor homosexual, que hereda de los antiguos amores sus impedimentos más eficaces: el tabú, los prejuicios, el rechazo social.
Aún así, hay que señalar que la historia no transcurre en nuestros días sino en los años sesenta y, para que el conflicto sea mayor, en un ambiente eminentemente machista. Como me interesan mucho las reacciones humanas, al comentar la película he notado que los comentarios femeninos y masculinos en torno el film divergían considerablemente. Por lo que de podido oír, las mujeres, parecen compadecerlos. ¿Será verdad entonces que las historias de amores imposibles de la índole que sea nos atraen más a nosotras? Creo que sí. Yo incluso tuve que atajar alguna lagrimita al final porque aunque los detalles cambien, la esencia es la misma y una buena historia de amor sigue siendo una buena historia de amor... Aunque la protagonicen dos maromos de pelo en pecho.