
En ocasiones, como anticipándonos al miedo, queremos privarnos del sentimiento de tristeza, en un acto de autocensura íntima. Nuestra sociedad dispone de un menú variado, para todos los precios, a fin de anestesiarlo. Yo últimamente os confieso que tengo días tristes, y esto está siendo más duro de lo que imaginaba y que, a pesar de haber recibido muchos mensajes de ánimo, cuando te incorporas de nuevo a tu vida cotidiana, y eres bienvenida con cuatro palmadas en el hombro y una carpeta de trabajo digna de un Doctor de Harvard, piensas: c´est la vie. Entre el “no hay lugar para la emoción” y el “no hay lugar para la tristeza”, existe una diferencia fundamental, a la primera le dejan llorar, a la segunda no.
O por nuestras propias neurosis o por las de nuestra sociedad, las emociones disponen hoy de un protocolo aséptico y contenido. Los que le pedían más a la vida han enmudecido, como abochornados por su ingenuidad. A la exteriorización de los sentimientos, de los pellizcos en el estómago, no goza de buena fama en los círculos sociales. Si alguien se hecha a llorar fuera de contexto, recibe la etiqueta de desequilibrado, a menos que sea en uno de esos circos televisivos donde las emociones se confunden con el morbo que intoxica y pervierte desde el dolor hasta la alegría. Hoy en día, casi nadie habla en las escuelas de las emociones atragantadas, no existe una educación sentimental en este sentido. De cómo encajar las primeras fustraciones o el peso de la indecisión, los celos, la helada caricia de la soledad o los bloqueos que nos hacen prisioneros de nuestra propia subjetividad, la misma que se nos vuelve en contra cuando no encontramos un espacio para expresarla. Un espacio para los sentimientos legítimos y las emociones robadas. Cuando una voz nos dice: “Sé tú misma”, queremos hacerle caso, y encontrar ese metro cuadrado en el mundo que nos pertenece, porque, tal vez el mundo cuando una está triste le parece un sitio muy pequeño.
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