
Pero es probable que al llegar septiembre perdamos la noción de los millones de kilómetros que separan nuestra realidad de la Vía Láctea. Que olvidemos la existencia de Pegaso, Cefeo, la Cabellera de Berenice o las dos Osas, ocupados como estaremos con los plazos de la hipoteca, las compras de otoño o la renegociación de la nómina. Andaremos muy erguidos sobre el tiempo para no perder pie. Y necesitaremos hacer algo que pueda ser contado al final del día, que nos disculpe de nuestro mal humor, "estoy muy cansada, me voy a acostar". Nacimos con una misión fundamental, la de ser útiles y productivos, y nuestras vidas avanzarán por una senda bien distinta a la autovía láctea. Llegaremos puntuales, pero tal vez nos perderemos una sonrisa de nuestros hijos, una de las que siempre hemos querido disfrutar y que tanto se parece a cuando, después de cavar un foso en la playa, encuentran agua. Ya se sabe, una llamada urgente, un asunto de vital importancia. Una razón, una excusa. También renunciaremos a las horas perezosas con un libro abierto y el murmullo de las palmeras acariciando los sentidos. No añoraremos las auroras polares ni el sol de medianoche porque nuestra agenda sólo nos dará una tregua para ver 'Cinco hermanos'. Tampoco este nuevo curso podremos viajar a Venecia, y volveremos a posponer nuestras clases particulares de chino. Y aquel instante en que la playa se quedó desierta y sólo tú pisabas su arena quedará tan lejos como del Sol. Sin embargo, sabes que no podrás soportar el resto del año sin desear que aquella felicidad regrese. Lejos de los atascos y de las mamografías, de los extractos del banco y del calendario de vacunas. Del no llegar a querer cumplir, del primer constipado. Y te sentirás tocada por el privilegio de haber podido escapar de la rutina sin zapatos. De haber recorrido un camino que no va a ninguna parte. Como una lluvia de estrellas, de madrugada. Atrápala, por si acaso.