martes, enero 30, 2007

Eutropia

En Eutropia, una de las ciudades invisibles de Italo Calvino, sus habitantes no toleran el hastío. Cuando sobreviene, no pueden soportar nada de lo que tienen, ni a su trabajo ni a su pareja ni a sus padres. Entonces, se mudan a la ciudad siguiente, donde cada uno de ellos iniciará una nueva vida, tendrá otro oficio y otra familia, verá un paisaje distinto al abrir las ventanas de sus casas. Pero mientras Mercurio, el dios de los volubles, a quien Calvino dice que está consagrada esta ciudad, promete el milagro de la mudanza continuada (que las personas, los objetos y las casas sean nuevas), no garantiza que los gestos y los problemas sean diferentes a los de siempre. Pienso que Eutropia es una buena metáfora para los tiempos en que vivimos. Una huida hacia delante como salvación. En su voracidad por el cambio, por poseer y consumir todo aquello que se anuncia con la promesa de ser más felices, nuestra sociedad se ha atiborrado de objetos, deseos e incluso recuerdos de usar y tirar. Todo lo nuevo lleva implícita una fecha de caducidad, y quien no la cumple queda fuera del tiempo, expulsado del núcleo activo desde donde se toman las decisiones y se ejerce cualquier tipo de poder. Intensidad, diversión y novedad son contrarios a parálisis, aburrimiento y rutina. El eje del motor que activa el mercado está cubierto de una sustancia llamada insatisfacción, capaz de encumbrar un producto y al cabo de poco denigrarlo y transformarlo en basura. Y ocurre con las cosas, pero también con las personas. Acumular hoy ya no es sinónimo de lujo. De hecho, este concepto ha variado significativamente, convirtiendo el exceso y la ostentación en signos de mal gusto. El nuevo lujo emocional prioriza cualidades más etéreas, desde el tiempo propio hasta el aceite virgen de oliva o la sal de Camarga. Vende sensaciones y paisajes, estancias desnudas y valores como la pureza y el bienestar. No se presenta como un fin, sino como un medio para aligerar el peso de los tiempos, un efímero paréntesis entre las sobredosis de estrés.


martes, enero 23, 2007

Síntoma


Me pregunto si alguna de las personas que tan orgullosas están de que las describan como glamurosas tienen la más remota idea de lo que en realidad significa esa palabra. Lo digo porque el equivocado sentido que normalmente se le atribuye, es decir, el de brillante, bello/a o elegante, comparado con su significado real es, a mi modo de ver, una verdadera metáfora de estos tiempos figurones en los que vivimos.
Hay palabras que aunque existan desde hace siglos en los diccionarios solo comienzan a ser usadas regularmente cuando describen muy atinadamente algo que tiene que ver con el talante de los tiempos. Algo así le ha ocurrido a la palabra glamour que, a pesar de figurar en el Diccionario Oxford desde 1720, no ha sido conocida ni utilizada hasta tiempos recientes. Pero permitirme que me reserve un momento su verdadero significado hasta que os cuente el “glamuroso” camino que ha recorrido el mencionado término antes de incorporarse a nuestro vocabulario habitual.
Hasta hace más o menos cincuenta años esa palabra inglesa era un cultismo utilizado solo por poetas. Sin embargo, hacia mediados del siglo pasado, las viperinas lenguas que se dedicaban a criticar a las actrices de cine, la sacaron de su intelectual contexto para describir la diferencia que existía entre las damas de la escena y las actrices de Hollywood. Es necesario explicar que hasta no hace mucho en Inglaterra los actores de teatro seguían mirando con displicencia a sus colegas de “la pantalla”. Aún sucede entre los puristas, pero, desde luego, hasta bien entrada la década de los cuarenta, a un actor de teatro no le gustaba en absoluto que lo relacionaran con sus colegas del cine. Y para describir precisamente esa nueva categoría de estrella rutilante y algo estridente, por no decir vulgar, que según los amantes del teatro nada tenía que ver con los intérpretes de la escena, se comenzó a usar – despectivamente, por cierto – la vieja palabra glamour.
Porque si consultamos el Diccionario, el significado del término es: “Belleza ficticia que se atribuye a un objeto o cosa” y también “brillo falso o engañoso”. Por tanto, glamurosas eran Jean Harlow, con sus camisones de seda, y la oronda Mae West, una de las mujeres más inteligentes y sin embargo más vulgares que ha dado la escena. Glamurosas podían ser también Marilyn Monroe o incluso Ava Gardner pero desde luego nunca Audrey Hepburn, Grace Kelly o Katherine Hepburn. Porque el glamour tiene un punto de vulgaridad considerable o, para decirlo de otra forma, tiene tufillo a pachulí y no a Chanel número cinco, a pesar de aquella famosa frase de Marilyn (ya sabéis vosotros: I sleep only with my Chanel number 5). E incluso ahora, para que veáis que el término conserva algo de su significado original, observad cómo cuadra más a una Mariah Carey que a una Sigourney Weaver, por ejemplo.
A mí, que me gusta tanto observar frivolidades, no porque sea frívola (que lo soy) sino porque creo que describen muy bien ciertos valores estéticos actuales, el auge de la palabrita de marras me parece todo un síntoma de los tiempos en que vivimos: ahora, lo importante es brillar, no ser brillante, y parecer mucho, antes que ser. De ahí que, si en las próximas fiestas les dicen a ustedes que los encuentran muy glamuroso o glamurosas, respóndanles que preferirían que los calificaran con otro término, por ejemplo que los llamaran chic. Es tan foráneo como el anterior y tampoco significa lo que usted y yo creamos, pero por lo menos resulta más amable cuando se sabe su verdadero significado. Porque chic quiere decir literalmente “diestro desde el punto de vista artístico y literario”. ¿Que no lo sabíais? Yo tampoco, la verdad; no soy tan marisabidilla como parezco. Lo acabo de mirar en el diccionario, tengo mucha “destreza artística y literaria” manejando el mataburros; vamos, que soy de lo más chic.

Os tengo que confesar una cosa: ¡Estoy enamorada de esta canción!

lunes, enero 15, 2007

Las chicas ya no son guerreras





La historiadora Antonia Fraser, ahora de moda por la película de Sofía Coppola María Antonieta, es autora de otras muchas biografías interesantes, en su mayoría de mujeres, entre ellas la de María Estuardo, o las de dos esposas de Enrique VIII que fueron ajusticiadas. Cuando le preguntan a Fraser por qué se interesa por la decapitación de mujeres, ella ríe y responde que es porque en la historia, en cuanto una mujer asoma la cabeza, enseguida se la quieren cortar. Bromas aparte, Fraser ha escrito además otra biografía, la de la reina celta Boadicia, que acabó igualmente mal, pero que le sirvió para elaborar una teoría. La de que, en la historia, la mujer normalmente tiene una actitud pasiva pero, si se ve acorralada, entonces se pone al frente de las huestes y es aún más fiera que los hombres. La teoría me parece interesante, porque aclararía casos como los de Agustina de Aragón o Juana de Arco, pero más aún porque explicaría el curioso hecho de que las pocas reinas que ha habido en el mundo han sido de armas tomar, desde Catalina la Grande e Isabel de Castilla hasta Isabel de Inglaterra o Tzu-Hsi, emperatriz de China, tremendas todas. El síndrome de Boadicia parece cumplirse también en el caso de las primeras mujeres que han ejercido el poder por mandato de sus semejantes y no como las reinas por mandato “divino”. Me refiero, por ejemplo a Golda Meir, Indira Ghandi y por supuesto a Margaret Thatcher; las tres eran mujeres muy bragadas por no decir otra cosa. Elaborando un poco más la teoría de que las mujeres, cuando no tienen más remedio, se ponen al frente y son más fieras que los hombres, se me ocurre que la razón estriba en que, para ser respetadas, tenían que demostrar cualidades muy masculinas y ser más machos que los ídem. Ahora sin embargo las cosas están cambiando. Cierto es que aún quedan en el espectro político mundial algunos ejemplos notables del síndrome de Boadicia como Condoleza Rice, que precisamente no hace honor al nombre que su madre eligió para ella. (Por lo visto la señora Rice era melómana y quiso que su niña se llamara Condoleza es decir “con dulzura”. Vista que tenía la buena señora). Pero, por lo general, las nuevas Boadicias se están quitado el casco guerrero. Ya no sienten que tiene que imitar patrones masculinos para mandar. Son mujeres de aire maternal, como Michelle Bachelet, o doméstico y vecinal, como Angela Merkel. También mujeres sofisticadas de manicura francesa como Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes y posible rival de Hillary Clinton en la carrera demócrata hacia la Casa Blanca. Sin olvidar tampoco a otras más cercanas a nosotros e igualmente notables como María Teresa Fernández de la Vega o Esperanza Aguirre. Si en el pasado y siguiendo la estela de las amazonas (éstas se amputaban un pecho para acomodar mejor el arco) las líderes acentuaban sus rasgos masculinos, ahora hacen todo lo contrario. Y como epítome ahí está Ségolène Royal, candidata a la presidencia de Francia. A pesar de que su programa político aún es una incógnita, ella ha conseguido arrasar en las elecciones internas de su partido gracias a los que los franceses la consideran un cóctel explosivo: es una mujer elegante como Audrey Hepburn, abnegada como una ama de casa (tiene cuatro hijos) y muy peligrosa en el frente sexista. El sociólogo Alain Touraine explica así su irresistible ascensión: “Son tiempos en los que la clase política se aleja cada vez más del pueblo. Por eso, la idea de votar a una mujer simboliza el deseo de superar el estereotipo de política masculina”. Por su parte, otro escritor opina que en la historia de la política ha habido siempre un exceso de testosterona o, lo que es lo mismo, de agresividad. Dicho todo esto, yo me pregunto si una vez abandonados por parte de las mujeres los patrones masculinos y visto que no tenemos apenas testosterona ¿será distinto el mundo cuando mandemos nosotras? No soy muy optimista al respecto, pues pienso que el poder no conoce sexos, pero mi ferviente deseo para el 2007 es que la respuesta sea sí.

viernes, enero 12, 2007

El principito


El principito fue a ver nuevamente a las rosas:

No sois de ningún modo parecidas a mi rosa, ustedes no sois nada aún – les dijo. – Nadie os ha domesticado y no habéis domesticado a nadie. Sois como mi zorro. No era más que un zorro parecido a cien mil otros. Pero me hice amigo de él, y ahora es único en el mundo.

Y las rosas estaban muy incómodas.

Sois bellas, pero estáis vacías – agregó. – No se puede morir por vosotras. Seguramente, cualquiera que pase creería que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas ustedes, puesto que es ella a quien he regado. Puesto que es ella a quien abrigué bajo el globo. Puesto que es ella a quien protegí con la pantalla. Puesto que es ella la rosa cuyas orugas maté (salvo las dos o tres para las mariposas). Puesto que es ella a quien escuché quejarse, o alabarse, o incluso a veces callarse. Puesto que es mi rosa.

domingo, enero 07, 2007

El futuro está en la piel


El porvenir se lee en las superficies. Sobre todo en las de las pantallas de los ordenadores, donde se tejen millones de relaciones a cada segundo. Lo cual, sostiene el autor, convierte el nuestro en el tiempo más solidario de la historia de la humanidad. El mundo se hace persona. El personaje escogido por Time para este año es you (tú, vosotros, nosotros, yo). Es decir, el cosmos de conexiones interpersonales que ha desarrollado Internet y mediante el cual “el otro” de la relación no proviene tan sólo del vecindario, más o menos cercano, sino de cualquier lugar, por remoto que sea. Procede no de un grupo más o menos numeroso, sino de un gigantesco y conectado gentío internacional.
El fenómeno del personismo que ha empezado a ser la materia básica de nuestro tiempo se basa en la particular extensión de las relaciones interpersonales a través de la Red (MySpace, YouTube, Second Life, blogs, chats, videojuegos…).
En esta nueva trama social se repite el modelo de las vinculaciones fuertes, largas y profundas de antaño. No hay familias, ni esposos, ni amigos íntimos, ni vecinos o conocidos para toda la vida. La existencia de cada uno, que antes pugnaba por un destino fijo, a menudo metafísico, ha devenido en el deseo de vivir varias vidas, una tras otra o, en ocasiones, como demuestra la second life, acaso a la vez.
Hasta hace poco, al sinvergüenza se le identificaba por llevar una doble vida. Actualmente, quien no goza de una doble vida, o más, pasa por ser un ser limitado o menesteroso. La cultura de consumo ha creado una íntima relación con lo cambiante, lo fragmentario, la instantaneidad, la aventura. Igualmente, su instrucción sobre la degustación de los objetos ha conducido a una masiva e inédita degustación de las personas. La Red, paradigma de esta degustación personal, ilustra cómo se comparte una afición con unos y una conversación política con otros, se disfruta de varios a través de compartir un videojuego o una selección mediante las camas redondas más o menos virtuales.
Otro mundo es posible y la tendencia sólo posee este plan central, por abstruso que todavía se muestre. Mejorar, en suma, la calidad de la vida y de sus habitantes, porque, contrariamente a lo que suponen los más rancios, el ciudadano consumidor no ha ido a menos, sino a más; no ha ganado molicie, sino lucidez; no ha evolucionado hacia la resignación, sino hacia la exigencia de derechos. Exigencia de calidad en los artículos de alimentación o en la sanidad y los autobuses, pero también, en general, calidad en la democracia y en la condición moral del líder.
Nunca antes ha despertado más el deseo de una vida colectiva mejor y la demanda de mayor calidad humana. Precisamente, aun los peores manuales de autoayuda proponiendo caminos hacia la felicidad contienen consejos éticos para sí y para la mejor relación con los demás. Ser persona a la manera personista es el modelo de futuro, la primera revolución para este siglo XXI. Un movimiento sazonado de atributos femeninos, puesto que la emotividad, la inteligencia intuitiva o la inteligencia relacional proceden de fuentes más próximas a la mujer, cuya presencia creciente decidirá la dirección y organización del trabajo, la educación, la dirección social. Una composición femenina, en fin, que sitúa en primer lugar a la idea de persona y no la abstracción “ser humano”, de histórica atención viril.
Toda esta elástica maraña de tejido humano inaugurada con el siglo XXI constituye la máxima potencia para lanzar hacia un mundo mejor, más complejo y compartido, más superficial, pero más extenso, más múltiple y más personal. A lo profundo y reducido sucede lo más amplio y epidérmico. ¿Una calamidad? Paul Valéry lo vería de otro modo: “Lo de mayor calado en el ser humano”, decía, “se halla en la piel”.

miércoles, enero 03, 2007

Eterna guerra de sexos


Dicen que los hombres son polígamos por naturaleza y las mujeres monógamas o, mejor aún, monógamas sucesivas, lo que quiere decir más o menos “te amaré sólo a ti hasta que cambie de novio”. Posiblemente ambas cosas sean ciertas, puesto que los arquetipos que mejor funcionan desde el principio de los tiempos son “el hombre donjuán” y “la mujer fatal”. Debo reconocer que así como los donjuanes me parecen patéticos y los veo venir desde kilómetros, las mujeres fatales (quizá porque me llamo Carmen) me resultan fascinantes, ya que consiguen lo que todas deseamos: ser amadas con pasión, con desesperación, hasta la locura y sin que se les despeine el moño, es decir sin sufrir. Sin embargo, las femmes fatales, están ahora un poco en baja, tal vez porque su actitud ante los hombres implique, por parte de ellas, una ausencia de sentimientos. Las mujeres fatales son frías, nunca se involucran y no se enamoran, pero, en un mundo en el que todos nos hemos convertido en yonquis sentimentales, nadie quiere ser únicamente amado sino Amar con mayúsculas y a cualquier precio. Aún a costa de llevarse muchos desengaños. Aún a costa de sufrir y de tener que conformarse con coleccionar tan sólo mini romances: “Te amaré eternamente hasta que se me cruce otro en el camino” o “Eres el hombre de mi vida hasta el jueves a las siete y media, tesoro”.
En esta búsqueda del gran amor se diría que hay muchas chicas que prefieren embarcarse en una historia que sólo las llevará hasta el próximo fracaso. Lo curioso del asunto es que no se trata de mujeres normales y corrientes, sino con frecuencia de profesionales de éxito. Porque, así, a priori ¿quién no considera, por ejemplo, a Kim Basinger o a Sharon Stone mujeres extraordinarias? Chicas a las que no parece habérseles subido a la cabeza el ser dos de las actrices mejor estimadas de Hollywood, guapas como pocas, inteligentes… y sin embargo sus currículos sentimentales parecen listines de teléfonos. Naturalmente, se puede pensar que ellas no planean tener relaciones epidérmicas, sino que no consiguen retener a un hombre. A esto, los norteamericanos lo llaman el síndrome el “chica de éxito, guapa, rica… y sola”. Se trata de mujeres de gran éxito profesional que parecen estar “sobrecualificadas” para una relación amorosa. Al mismo tiempo, es curioso observar que países con tradición de mujeres sumisas como Filipinas, Japón o Argelia ven sus consulados llenos de hombres de treinta y cinco a cuarenta y cinco años con un divorcio a sus espaldas que buscan rehacer su vida con una chica “cariñosa que no les cause problemas”. ¿Es posible que el nuevo papel independiente o, mejor aún, dominante de la mujer en la sociedad juegue en su contra a la hora de encontrar pareja? La revolución sexual ha sido uno de los mayores logros de nuestra generación, pero, como toda revolución, tiene sus daños colaterales y también sus víctimas. Las más claras son las víctimas de los malostratos, pero otra víctima es sin duda el equilibrio de poder entre hombres y mujeres. Volviendo a la idea inicial de este artículo, hoy todos somos yonquis amorosos y deseamos –no importa a qué edad y en qué circunstancias– amar y ser amados. Pero, por otro lado, tenemos que encontrar remedio a los efectos colaterales del nuevo equilibrio de poder entre los sexos. La corrección política impide hablar de estas cosas, pero la corrección política no es más que una forma guay de barrer lo que no nos gusta bajo la alfombra. Por eso he querido exponer hoy el tema. No tengo la solución mágica, no sé cómo se hace para que los hombres se den cuenta de que, a pesar de que las mujeres de ahora sean, en muchos casos, exitosas, fuertes y autosuficientes, siguen necesitándolos como antes. No para que las mantengan, tampoco para mirarse en sus ojos, ni ellos en los suyos, sino, sencillamente, para mirar juntos en la misma dirección.