Hay algo completamente malsano en gastarse un montón de dinero en algo que destroza los pies. Mi armario está lleno de zapatos con la suela impecable pues, por uno u otro motivo, jamás me los pongo: sandalias que me dejaron unas secuelas dolorosísimas; zapatos que me hicieron unas ampollas en las plantas que tardaron semanas en curarse... Cada vez que miro la estantería del calzado, me tiraría de los pelos por todos esos euros invertidos en esta ridícula e inútil vanidad. No alcanzo a entender qué me pasó por la cabeza cada vez que adquirí un par de instrumentos de tortura que ni siquiera estreno. ¿Estaría abducida? ¿Sufro un trastorno de personalidad que solo se manifiesta cuando entro en una zapatería? ¿Me echan algo en la comida?
Pero he aprendido la lección; nada de eso volverá a pasarme. A partir de ahora, solo zapatos cómodos, para andar millas. Se acabó el invertir en taconazos que terminarán criando polvo o –en el mejor de los casos– en los pies de una amiga a la que no le importe sufrir.
Últimas rebajas. Los zapatos de mis sueños están a mitad de precio. Pero voy a ser fuerte; unos simples trozos de cuero no podrán con mi voluntad. Pasaré de largo. Veo a una chica con gafas y pinta de alelada entrar en la tienda y preguntar por el número de mis zapatos. Es el cuarenta. La observo mientras se los prueba con las manos temblorosas. Camina torpemente con ellos.
¿Quién será esa mujer que saca sin pestañear la VISA y se lleva unos zapatos que no se va a poner nunca? Si no fuera porque he decidido que jamás voy a comprarme un calzado bello pero incómodo, diría que soy yo o que, por lo menos, se parece muchísimo a mí.